POBRE CARCAMAL

Cuando abro la ventana, cierro los ojos y respiro. Es una respiración honda y pausada. Intento llenar mis pulmones, contener lo imbuido y, después, liberarlo lentamente. Todo ello, en la medida en que me lo permitan mis maltrechos y ajados pulmones. Es una forma de relajarme. El aire de la ciudad es ahora más limpio y al inspirarlo lo noto suave y liviano, antes de esto entraba embarrado y este ritual tenía un punto algo insano. Sobre el alfeizar, se posa a menudo un hermoso mirlo, canta y, al rato, se marcha. Nunca repara en mi presencia, pero yo le espero con ansia desmedida cada tarde hasta que, al fin, llega ese idílico momento en el que nuestras vidas convergen. Dura el encuentro apenas un segundo, pero ese instante mágico es lo mejor que me ofrece el día. Si salgo de esta, debería hacerme de un perro, aunque bastante tengo con cuidar de mí. Me he convertido en un viejo torpe y lento, excesivamente lento. A duras penas puedo levantarme y caminar y mis manos tiemblan como tierra colérica de lava.
En unos meses debería cumplir los noventa. Ella, que en gloria esté, se marchó hace dos años, dejándome solo en este pequeño piso macilento y húmedo. No tuvimos hijos, así que no esperes la triste historia de un pobre carcamal al que sus desagradecidos vástagos abandonaron a su suerte. Además del mirlo, hay un chico de Cruz Roja que cada lunes me deja las viandas necesarias para poder malvivir otra semana, son los únicos seres vivos con los que tengo contacto desde que empezó el confinamiento; también están las macetas, las tres o cuatro plantas que sobrevivieron a la muerte de mi compañera, pero no soy yo unos de esos ancianos chiflados que habla con ellas como quien habla con sus nietos.
Te dije, creo que sí, que apenas puedo moverme, que tengo, entre otras mil enfermedades, artritis reumatoide, que soy un eterno recién atropellado, porque los dolores que padezco son agudos, intensos, inquisidores, inhumanos. De joven, bebí como un cosaco, fumo como un carretero, lo he hecho siempre, lo hice a escondidas de mi mujer desde que me lo prohibieron, lo sigo haciendo ahora.
El piso es muy pequeño, diminuto, y viejo, como el decrépito hombre que lo habita; se filtra la humedad por todas las paredes, es frío en invierno y en verano torna en horno crematorio. No tengo balcón. No puedo quejarme, pero las horas son largas y la soledad agita constantemente a mi conciencia. No me queda familia, no me quedan amigos. El ahora yermo campo que te pinto, antaño fue un campo repleto de colores, pero algunos se marcharon y casi todos murieron. No me queda nada. Después, huraño, huidizo y cascarrabias, me alejé voluntariamente de todos los que intentaron ayudarme.
Ahora pienso en ello. Llevo muchas horas tumbado y vencido sobre el gélido suelo del cuarto de baño. Anoche, al salir de la bañera, resbalé y caí. El choque de mi frente contra el borde del lavabo fue descomunal, violento y seco. Perdí por un momento la conciencia y al despertar, me encontré con la cara hundida en un charco de sangre, de mi propia sangre. No podía moverme. Lo intenté muchas veces, pero fue imposible. Mis brazos no respondían, mis piernas, tampoco. Intenté gritar, pero apenas un endeble susurro escapaba de mis labios. Impotente, dolorido y asustado, vi mi vida pasar como una película en blanco y negro: el horror de la guerra en mis ojos de niño, el hambre y la miseria que hallamos en sus huellas; y después, la fábrica, el sudor en la frente de siete a cinco y media, la enfermedad, la muerte cebándose, feroz, con los que más quería. Ahora soy yo quien siente su cálido aliento en el cuello.
He llorado durante el lento danzar de las horas de esta espantosa madrugada. Me muero. No consigo incorporarme, aún quedan cinco días para que el chico de Cruz Roja venga de nuevo a traerme la comida y el mirlo no va a echarme una mano. Este virus criminal también mata por encargo, el aislamiento y la indiferencia son sus sicarios. Tengo frío. ¡Estoy tan solo!. Debe estar amaneciendo.

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