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POBRE CARCAMAL Cuando abro la ventana, cierro los ojos y respiro. Es una respiración honda y pausada. Intento llenar mis pulmones, contener lo imbuido y, después, liberarlo lentamente. Todo ello, en la medida en que me lo permitan mis maltrechos y ajados pulmones. Es una forma de relajarme. El aire de la ciudad es ahora más limpio y al inspirarlo lo noto suave y liviano, antes de esto entraba embarrado y este ritual tenía un punto algo insano. Sobre el alfeizar, se posa a menudo un hermoso mirlo, canta y, al rato, se marcha. Nunca repara en mi presencia, pero yo le espero con ansia desmedida cada tarde hasta que, al fin, llega ese idílico momento en el que nuestras vidas convergen. Dura el encuentro apenas un segundo, pero ese instante mágico es lo mejor que me ofrece el día. Si salgo de esta, debería hacerme de un perro, aunque bastante tengo con cuidar de mí. Me he convertido en un viejo torpe y lento, excesivamente lento. A duras penas puedo levantarme y ca

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